A cada paso de plomo y con cada pisada de pronto, Jaime veía una por una las letras que teclearía sobre su vieja maquina de escribir en cuanto estuviera en casa. Así como lo atestiguaría cada letra sobre el papel, así lo atestiguaba cada huella suya sobre la tierra mojada en una noche clara, pero de luna triste. Solo atinaba a retener cuanto escribiría sobre lo que acababa de presenciar. Sobre lo que acababa de sentir. No podía dejar de pensar en ello. Miraba a todos lados, miraba a su alrededor y el terror no le dejaba ser franco. Sus impulsos le traicionaban. Su respiración le delataba el espanto de caminar por el medio de la calle y encontrarse frente a frente a un desconocido, que llevando una arma de fuego de largo cañón, le helara la sangre de súbito.
Todo esto le recordó las películas de Hollywood, cuando los “duros” caminan y todos se detienen. Pero Jaime siempre decía que eso les pasaba a los cobardes, que a él, nadie lo detenía ni nada lo detendría. Aunque en cierta medida es cierto; no se volvió a ver de quien eran las pisadas que escuchaba a sus espaldas. Quizá un atracador, o un “pistolero” con cara de matón mal pagado.
Decidido, miró hacia atrás, y al rozar las miradas, la sombra que se le acercaba solo le vio con el rabillo del ojo, Jaime por el contrario, metió el rabo entre las piernas y desvió su mirada. No estuvo para menos. Cada uno a lo suyo. Pero al estar tan cerca ambos, sintió un vago olor a muerte, como si le penetrara hasta los huesos, sintiendo que sus orejas se calentaban como galletas al horno. No miró hacia atrás, ya que no dejaba de mirar hacia delante. Solo al doblar la siguiente esquina de la amplia avenida, giró y no pudo evitar volver la mirada. Lo siguiente le paralizó el corazón. Ya no era un desconocido quien caminaba a sus espaldas, era una hermosa silueta con curvas turgentes y caderas almidonadas con gracia tropical la que se deslizaba a su encuentro. No pudo mas. Aceleró el paso hasta sentir que sus pies ya no eran sus pies. Pasó por un viejo terreno baldío con árboles de pinos que jugaban con la brisa fresca de la noche. Decidió incluirlos en el relato que escribiría tan pronto se sentara y colocara una hoja en el tambor de su maquina. Cruzó desaprensivo por un viejo bar de señores viejos. Estos no se percataron de su presencia, pero de todas formas los incluiría en su historia.
Luego de un largo trecho volvió la mirada hacia sus espaldas, no vio nada. Mas bien, a nadie. Pavor. Al encontrar la calle que le llevaría a casa, vio en una esquina desolada, la figura lánguida de un sujeto que vagaba vestido de la cintura hacia abajo solo con una toalla, mirando circunspecto hacia el cielo. Jaime lo sabia. Esperaba a su esposa y solo por esa vocación de marido posesivo, este decidió desterrarlo de la historia que daría vida en cuanto llegara a casa. Al pasarle cerca, ni siquiera se dieron las buenas noches, mas bien las espaldas. Ya frente a casa, No acertaba a creer lo que había vivido. Al peinar su alborotada cabellera con la mano, sintió una ligera humedad. Sangre. Pero, de donde…? De su cabeza, de donde más?. Pero… y como? Ahí estaba el dilema. No recordaba que nada le hiriera en todo el día, o la noche.
– “Que extraño…”- murmuro. “Toc, toc, toc…” tocó a la puerta. “Toc, toc, toc…”, de nuevo. “Toc, toc, toc…”, otra vez. Pero de nuevo sintió un calor en sus orejas y cayo desplomado frente a la puerta de su hogar. Su madre que aun dormía, solo escucho el estruendo de algo que se estrellaba en la madera, mientras que al tiempo sentía un vago olor a muerte, como si le penetrara hasta los huesos. Por su parte, la figura lánguida del sujeto que vagaba vestido de la cintura hacia abajo con una toalla y sin darse por enterado de lo que ocurría a sus espaldas, miraba fijamente la hermosa silueta con curvas turgentes y caderas almidonadas con gracia tropical, que se deslizaba a su encuentro.
pb